martes, 19 de enero de 2010

[Volvamos al hogar de la Concordia]



Tierra santa. Ciudad real.
Caminando estoy en tus calles estrechas,
caminando distraído. Ardiendo, oscuro, extasiado.

El óvalo se presenta. La bajada ansiosa.
Uno, dos, tres extensos. Diez minutos encadenando mis ansias.
No existe noche oscura en el mar de Pimentel. No existe distancia corta – extensa en estas calles estrechas. Palabras, música. Pasos, recuerdos.
Viajan todos entre Torres Paz y Balta. Caminando. Caminando.

Volvamos al hogar de la Concordia.
A recorrer el silencio del pasillo. En él,
Adubel me espera como otros días entre las escaleras,
con la serenidad con que se pela una manzana con la paciencia que cocina los fideos.

Adubel o gatita arañándome la espalda. E leído para ti,
a la sombra de tu puerta, la prosa hermosa de Gide, de su pequeña Alissa; y
junto a ellos voy soñando. Soñando en el campo antiquísimo,
soñando en Santa Cruz, en el empedrado que delimita tu casa paterna. Una vida quizá extraña, una vida mecánica.

Sus manitas dentro de los bolsillos, unas sandalias negras y el marco de la puerta.

Voy impaciente. Las doce y en Guadalupe. No acortaré distancia. La máquina viaja.
En tu paciencia. Sentado silencioso. La mirada fija en los letreros.
¡Regrésame pronto a mi hogar!, ha aquella paz de sus ojos grandes, su piel blanca.

Reposas tu humanidad. Las noches se han vuelto más frías. El sueño, envuelve.
Adubel regresa a la cama y descansa.